PARA LOS QUE ODIAN LA POESÍA


“De todas las cosas prescindibles,
la única imprescindible es la poesía”
L. Albán

Se ha dicho que “la poesía es un arma”, pero no mata a nadie.
Que “es imprescindible”, pero cualquiera puede sobrevivir sin ella.
Que “es otra forma de decir Dios”, pero las religiones existen sin tomarla en cuenta.
Que es “la verdad del asombro”, pero todos seguimos sin saber que es la “verdad”, y el “asombro” del siglo XXI parece preferir los rentables “efectos especiales” del cine.

Por otro lado, la poesía está entre los grandes “muertos” que nos heredó el siglo XX: Nietzsche “mató” a Dios, pero los fundamentalismos religiosos, siguen matando en nombre de Dios.
Las “revoluciones” se burocratizaron hasta morir, pero las utopías se niegan a fenecer.
Se ha querido sustituir al “amor” por el “el sexo puro y duro”, pero los boleros, los tangos y las baladas de amor, se niegan a callar.

La poesía ha sido prácticamente expulsada de los escaparates consumistas de la economía de mercado, pero los poetas, casi clandestinamente, continúan creándola y cantándola.

Todo esto me recuerda el antiguo principio de que los temas fundamentales se resisten no solo a ser definidos claramente, sino que se resisten a morir. Sabemos más del AMOR, DIOS y la POESÍA, por lo que no son, que por lo que son.

Quizá porque las cosas más importantes de nuestras vidas son más una “mostración”, que una “demostración”.Es el consabido fundamento einstiniano de que “el misterio es más importante que el conocimiento”.
Ya Newton afirmó que él “sólo jugaba con guijarros junto al mar del misterio”.Alguien dijo que “la poesía es una religión sin Dios”. “Religión” no lo es, porque a nadie le pide “actos de fe”. Y “sin Dios” tampoco, porque quizá ella es Él, o cuando menos su mirada numinosa sobre el mundo.

Porque quizá, sin que lo sospechen las superficiales multitudes contemporáneas de la cultura de masas, “la poesía es la verdad de las almas despiertas”.

Laureano Albán
Enero, 2005

martes, 7 de junio de 2011

EN LA AURORA INCESANTE


Yo no quiero ser niño,

quiero ser sólo lluvia.

Yo no quiero volver

a las blancas memorias.

Quiero ser sólo viento,

y la cruz de dos pájaros

mínimos que se aman,

se hieren y se pierden

en la pasión del viento.


Quiero la alta moneda

brillante del rocío.

Quiero ser una noche

de lejanías y bosques

y amanecer vencido

por los ríos y el aire.

O cruzar empapado

la neblina más última.

O tocar el azufre

y su inútil diamante.

O escuchar el ganado

bramando en la tormenta

como un pavor ausente.


Yo no quiero ser niño,

quiero ser sólo niebla,

tan infinitamente húmedo

como ella, tan transparentemente

azul como su sombra.


¿Pero qué digo? Esto

es recordar, y el cielo

del recuerdo es ceniza.

Velocidad tan sólo

de brasa es la belleza.

En las manos deslumbra

sólo la luz que basta.

No se posee más mundo

que lo siempre cantado.


El tiempo es una casa

invadida del todo

por alucinaciones,

como rosas deseadas.


¿Pero cómo dejar

de mirar con los mismos

ojos de lo mirado?

¿Cómo no seguir siendo

el discípulo azul

de la aurora incesante?

¿Cómo no preguntar

todavía al insecto

-tan infinitamente

dorado que fue llama-

por la sombra fluvial

que lunas invisibles

dejaron en las ramas?


A mí me basta el pájaro

refulgente de olvido;

la estela que dejo

entre mano y palabra.


Seguiré siendo lluvia,

y viento dedicado

a la invención del ala.


Seguiré siendo bosque

profusamente vivo

como la lejanía.


Seguiré siendo niebla

que penetra a los últimos

laberintos borrándolos.


Y luna en la palabra,

y rocío que vuelve

a crear lo invisible,

y el discípulo azul

de la aurora incesante.

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