EL PÁJARO AUGURAL
“…toda la noche oyeron pasar pájaros…”
(martes 9, octubre)
Diario de Colón
Sólo faltaba él que fue creado
por las manos de niebla
de la velocidad.
El, que participaba con
el alba en sucesos de nieve transitoria,
el alba en sucesos de nieve transitoria,
su leve flecha que se incendia y deja
de ser parte del mundo en el crepúsculo.
A quien no ciega el tiempo, ni la muerte,
porque el aire lo crea interminable.
Faltaba su ligera arquitectura
de ser vaticinado, su afición
a las rosas transparentes
que los ríos del aire despedazan
a su alrededor cada mañana.
Y el capitán y su canción de mando,
y el leal y el traidor y el sometido:
aquella alta y plural marinería
buscaba desde el ansia su hermosura
que podía alejarlos de la muerte.
Si él llegara, en sus ojos
les traería la certeza de un mundo,
que todas las cosas y los seres,
sólo lo escoge a él
para anunciar, como un suceso azul,
su pronta geografía.
Faltaba en todo el aire, que sin él
era un rumbo vacío,
faltaba en la mirada
que sin él no existía.
Faltaba en el sonido, en el silencio,
porque sin él los dos
eran tan sólo máscaras del día.
El, que sometería el espejismo,
que acercaba hasta el rayo,
sin motivo, sus alas alborales,
que aguardaba dormido en la neblina, levemente inclinado
con un presagio
que esconde su secreto
fugaz en la deriva.
El, que a las cosas leves
se acercaba más leve aún y diáfano,
y que sumíase en la alta vaguedad
que en la estrella termina.
El, que siempre pasaba
desde una llama a otra, reuniendo
todas las llamas de la luz en una.
El, el más incendiado,
El, el más incendiado,
el más hecho de espigas y de espumas,
porque ya es sólo azar.
Tan breve y sucedido
como la flor al borde de la flor;
que le da al aire
su sangre transparente,
ángulo al día,
y un don terrestre
es en la inmensidad.
Él, el pájaro augural, que enciende y oscurece,
naufragando quizá,
las llamas de sus alas sobre el mar.
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ES LA HORA DEL MAR
“…allí me detenía en aquella mar fecha sangre, hirviendo
como caldera por gran fuego.”
Cristóbal Colón
El mar es un viaje
Un galope abisal de cascos últimos,
como un metal golpeando interminable
en la zona más ciega del olvido.
¿En dónde su sonora ciencia
de tempestad y caracola y bruma?
¿En qué orilla termina
su frío reunido de campana?
Atado a los navíos
es un potro enjaezado
por la espuela del ansia,
con la grupa brillante de espejismos
y los lomos oscuros como abismos de pronto.
Tiene la fuerza de la desmemoria,
la unidad de la sombra,
la pleamar azorada de la estrella,
los empapados ojos del naufragio.
Y luego sólo es mar:
un núbil alborozo
lamiendo en cada mano
su sal innumerable.
Cercado en los recodos
del sonido y la noche,
como un tacto sexual lleno de peces
que subiera a los lechos todo fosforescencia.
Es la hora del mar.
La exacta, móvil hora
del deseo del mar:
la crin ciega del viento,
el cuello erguido y solo
como un hito de estrellas,
las pezuñas ya niebla,
las flecheras pupilas,
y los belfos en donde
la noche se humedece.
Que el mar nace en los cuerpos
deshechos por la luna,
que las piedras deshilan
una humedad callada.
Que por las noches sale
de las casas un fluido compuesto
por memorias y muertes y sueños habitados.
Que el mar es el viaje
permanente del cuerpo,
la madera y la luz,
los ojos abismados.
Oro nocturno, oro cruel,
oro sólo distancias.
Una a una las cosas
emprenden el prodigio
de caer a su centro.
Corcel innumerable
cegado por los óxidos terrestres.
De un río a otro corres a beber
apartando la tierra
con tus pezuñas diáfanas.
Trotas por laberintos secretos
donde se gesta el alba,
subes en el deseo
redondo de los pájaros,
y bajas, no ceniza, no afrenta,
a reunir el viaje y su memoria,
el poder y la noche,
la belleza y el tiempo,
la ceniza y el tallo,
en la burbuja incierta
de la más honda,
la más delgada y rápida,
la más grácil y sorda,
la más llena de nombres,
transparencia del mundo.
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ES LA NOCHE DEL MAR
“Ochenta y ocho días habrá que no me había dejado
espantable tormenta, a tanto que no vide el sol ni
estrellas por mar, que a los navíos tenía yo abiertos,
a las velas rotas y perdidas anclas y jarcias… La gente
estaba tan molida que deseaba la muerte para
salir de tantos martirios.”
Cristóbal Colón
La noche es mineral,
un gesto de metales humillados.
Los cuerpos como rocas fosforecen
idénticos al fondo de la muerte.
El mar excita óxidos terrestres,
puñados de cenizas estatuarias,
losas que surgen un instante sólo,
mientras brillan sobre ellas, vanamente,
los deseos del naufragio y del relámpago.
Nada puede volar. Todo se hunde.
El ojo acepta su final imperio
y cede como un pájaro sin alas.
Es la noche del mar.
La húmeda noche
rodeada de islas invisibles,
mientras en los navíos
alguien inventa historias
que corren por la tierra y la palabra.
La noche no amenaza,
sólo extingue lunas entre los ojos,
sólo otorga intensidad mortal a la distancia.
Y quema los navíos en su premonición,
los entrelaza
al delgado destello de la estrella impasible.
La noche es mineral. Plata sellada.
Columnaria es su sombra,
omnipotente casi.
Su límite es el hombre
en sus naves bogándola,
hinchando velas con oscuridad,
con el ansia poblada de fantasmas,
tactando la ceniza más distante
cruza los laberintos
de lluvia del azar.
El sabe que no gana. Que se muere
con la flecha en las manos, porque apunta
a donde siempre hay mar.
Pero es su dirección de ángel terrestre,
su ojo de llama donde empieza el cuerpo,
su afición a los mapas invisibles
y a las fugacidades
de la rosa insalvable,
su complicidad viva con la muerte,
quienes le han dado la capitanía
de la desolación,
sobre una nave de madera y tiempo,
entre la noche oceánica
de metal y de sombra para siempre,
hacia una sola dirección: El ansia.