
Toco la tierra, madre de mi sombra.
Por ella corre un niño
infatigablemente imaginado.
Sonoro el mes de abril
duele de transparente.
Toda tierra es ausencia
después del nacimiento.
Después de la semilla
toda flor es estrella.
Por eso la raíz
tiene forma de espina o lluvia o muerte
sosteniendo silencios.
Puede olvidar el hombre el futuro o la dicha,
puede quemar el tiempo las páginas o el beso,
puede oxidar la noche los días del diamante,
pero nunca a la tierra
y su fatal memoria de galopes lejanos.
Es un pacto. Y lo digo
con la ceniza incierta
del viajero en los labios.
Es la deuda de mar
que nos queda en la lengua
por el agua y sus mapas.
Es la alta semejanza
de la noche en los ojos
imitando distancias.
Es el gesto de pájaro
de la mano lanzada.
Es el árbol que irrumpe
desde los laberintos
del año infatigable,
certeramente vivo
como una bandada.
Toco la tierra. Oigo llover.
Las frutas dentro de ella corren
como días planetarios.
Un gusano dorado se detiene
en la palma de mi desolación:
entre él y este día
hay llamas insalvables.
Por ella corre un niño
remotamente siempre
llamando las distancias.
Yo me acerco y lo nombro
Yo me acerco y lo abrazo.
Pero él corre por prados de lunas espejeantes,
por bosques donde el cielo es un árbol azul,
por nieblas donde el tiempo es una fruta pálida.
Entra y sale del día
con la inocencia rápida
de la flor en la lluvia.
Alguien lo está llamando
desde lejanas lámparas.
Y él corre sin saber
que no sale de la única
tierra de la memoria.
Que el espacio terrestre
siempre será el primero,
inagotable día convocado.
Que no cambia la luz
primera entre los ojos.
Sólo cambian la sombra,
el sueño y sus espadas.
Que sólo vive el hombre
por amor a la tierra,
y la tierra lo sabe.
Pero él sigue corriendo
la esfera transparente
de la primera dicha,
hacia las hondas casas
de la luz invisible,
que alguien lo está llamando
y él le lleva en las manos
un puñado de tierra
hasta lo azul amado.
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