
“…allí me detenía en aquella mar fecha sangre, hirviendo
como caldera por gran fuego.”
Cristóbal Colón
El mar es un viaje
de unísonos caballos de ceniza.
Un galope abisal de cascos últimos,
como un metal golpeando interminable
en la zona más ciega del olvido.
¿En dónde su sonora ciencia
de tempestad y caracola y bruma?
¿En qué orilla termina
su frío reunido de campana?
Atado a los navíos
es un potro enjaezado
por la espuela del ansia,
con la grupa brillante de espejismos
y los lomos oscuros como abismos de pronto.
Tiene la fuerza de la desmemoria,
la unidad de la sombra,
la pleamar azorada de la estrella,
los empapados ojos del naufragio.
Y luego sólo es mar:
un núbil alborozo
lamiendo en cada mano
su sal innumerable.
Cercado en los recodos
del sonido y la noche,
como un tacto sexual lleno de peces
que subiera a los lechos todo fosforescencia.
Es la hora del mar.
La exacta, móvil hora
del deseo del mar:
la crin ciega del viento,
el cuello erguido y solo
como un hito de estrellas,
las pezuñas ya niebla,
las flecheras pupilas,
y los belfos en donde
la noche se humedece.
Que el mar nace en los cuerpos
deshechos por la luna,
que las piedras deshilan
una humedad callada.
Que por las noches sale
de las casas un fluido compuesto
por memorias y muertes y sueños habitados.
Que el mar es el viaje
permanente del cuerpo,
la madera y la luz,
los ojos abismados.
Oro nocturno, oro cruel,
oro sólo distancias.
Una a una las cosas
emprenden el prodigio
de caer a su centro.
Corcel innumerable
cegado por los óxidos terrestres.
De un río a otro corres a beber
apartando la tierra
con tus pezuñas diáfanas.
Trotas por laberintos secretos
donde se gesta el alba,
subes en el deseo
redondo de los pájaros,
y bajas, no ceniza, no afrenta,
a reunir el viaje y su memoria,
el poder y la noche,
la belleza y el tiempo,
la ceniza y el tallo,
en la burbuja incierta
de la más honda,
la más delgada y rápida,
la más grácil y sorda,
la más llena de nombres,
transparencia del mundo.