Yo no quiero ser niño,
quiero ser sólo lluvia.
Yo no quiero volver
a las blancas memorias.
Quiero ser sólo viento,
y la cruz de dos pájaros
mínimos que se aman,
se hieren y se pierden
en la pasión del viento.
Quiero la alta moneda
brillante del rocío.
Quiero ser una noche
de lejanías y bosques
y amanecer vencido
por los ríos y el aire.
O cruzar empapado
la neblina más última.
O tocar el azufre
y su inútil diamante.
O escuchar el ganado
bramando en la tormenta
como un pavor ausente.
Yo no quiero ser niño,
quiero ser sólo niebla,
tan infinitamente húmedo
como ella, tan transparentemente
azul como su sombra.
¿Pero qué digo? Esto
es recordar, y el cielo
del recuerdo es ceniza.
Velocidad tan sólo
de brasa es la belleza.
En las manos deslumbra
sólo la luz que basta.
No se posee más mundo
que lo siempre cantado.
El tiempo es una casa
invadida del todo
por alucinaciones,
como rosas deseadas.
¿Pero cómo dejar
de mirar con los mismos
ojos de lo mirado?
¿Cómo no seguir siendo
el discípulo azul
de la aurora incesante?
¿Cómo no preguntar
todavía al insecto
-tan infinitamente
dorado que fue llama-
por la sombra fluvial
que lunas invisibles
dejaron en las ramas?
A mí me basta el pájaro
refulgente de olvido;
la estela que dejo
entre mano y palabra.
Seguiré siendo lluvia,
y viento dedicado
a la invención del ala.
Seguiré siendo bosque
profusamente vivo
como la lejanía.
Seguiré siendo niebla
que penetra a los últimos
laberintos borrándolos.
Y luna en la palabra,
y rocío que vuelve
a crear lo invisible,
y el discípulo azul
de la aurora incesante.
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